miércoles, 18 de agosto de 2010

Relaciones Iglesia-Estado. Ante la ley de "libertad" religiosa (I) - Manuel Morillo

Relaciones Iglesia-Estado. Ante la ley de "libertad" religiosa (I)
Manuel Morillo


Reproducimos este interesante artículo publicado en religionenlibertad.com de España, el día 15 de Junio del 2010, en dos partes. Aquí va la primera.


Dejémonos de tonterías, la futura ley no es de "libertad" religiosa sino de descatolización de España, empezando por el Estado y la Administración.

Como he mantenido en otro post en España no se busca la libertad religiosa, ni se persigue la religión en general, se persigue la Verdad.

En España se persigue el catolicismo, porque, incluso fuera de su dimensión personal y sobrenatural, que es la fundamental, constituye un sistema de creencias y formas de vida, que es resistente a la intromisión de los poderes del Nuevo Orden Mundial que se quiere imponer y a su herramienta, que es el Estado, tomado por esos poderes.

Ante la situación que viene quiero rescatar algunos apuntes que creo que sintetizan magníficamente el tema de las relaciones Iglesia-Estado y que trata la postura del Estado ante la Religión.


Planteamiento

El sistema que estructura a la comunidad y que la personifica en el Estado, mira hacia afuera y advierte que existen unas comunidades de características muy semejantes a las suyas (infraestructura, estructura y superestructura) y otras autodefinidas y configuradas por un valor transcendente. Con ambas, por razón de coexistencia y de convivencia, puede, tiene y debe relacionarse el Estado. Las relaciones con las primeras constituyen el objeto de la política internacional. Las relaciones con la segundas afectan, de una parte, a la incidencia en la estructura misma del Estado del valor transcendente que anima a las comunidades religiosas, y de otra, al “modus operandi” de la coexistencia y convivencia de las mismas, en tanto en cuanto coinciden en los sujetos integrantes de la comunidad política (es decir, del Estado), y de la comunidad religiosa (es decir, de la Iglesia) la doble calidad de súbditos del primero, por ser ciudadanos, y de súbditos de la segunda, por tratarse de fieles.

El tema es, sin duda, apasionante, y a su luz puede ser contemplada una gran parte de la Historia, o al menos de la Historia en la que se ha hecho presente la llamada civilización occidental. El tema, sin embargo, doctrinalmente no surge:

1) Si se desconoce la existencia de los dos términos de la relación que nos ocupa, como hacen los anarquistas, que propugnan un sociedad sin Estado y sin Iglesia (“ni Dios ni Amo”);

2) Si, admitiendo la existencia del Estado y de la Iglesia, se entiende que en contra del primero hay que adoptar una actitud de contestación y desobediencia continuas, por ser el Estado creación del demonio, como estiman, por ejemplo, los Testigos de Jehová, o consecuencia y fruto del pecado, como afirman algunas sectas protestantes.

Tampoco se plantea la cuestión cuando se profesa la tesis monista del poder, conforme a la cual no existen dos comunidades diferenciadas, la política y la religiosa, sino una sola comunidad, que ha de ser regida con plenitud de facultades por aquél a quien corresponde el poder; lo que sucede, igualmente, cuando la proyección sobre lo temporal, y por lo tanto sobre lo político, la asume la Iglesia (Teocracia), como cuando la proyección sobre lo espiritual, y por lo tanto sobre lo religioso, la asume el Estado (cesaropapismo protestante y anglicano).

Lo que ocurre es que la doctrina de la unidad de poder, que se defiende como buena, es tan sólo en la órbita de lo temporal. Cuando Cristo habla de “dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21), señala nítidamente la diferenciación entre la potestad política (la del Estado) y la potestad espiritual (la de la Iglesia). Más aún, las parábolas del reino ponen de relieve que al lado de los reinos de este mundo, con su autonomía para regirse -sin independencia del orden moral- por las leyes que les son propias (ver “Gaudium et Spes”, nº 36), existe un Reino de los Cielos, que se incoa en el mundo, pero que se rige y gobierna por leyes distintas a las de los reinos de este mundo. Pues bien; si la entrega de las llaves, con todo el simbolismo que conlleva de transmisión de poder, se hizo en y para la comunidad política a sus gobernantes (“Por Mí reinan los reyes”, Prov. 8, 15), esa misma entrega de llaves se hizo por Cristo a Cefas (Mt. 16, 19), por lo que se refiere a la comunidad religiosa.

A partir de este instante, por revelación explícita, resulta evidente que “Dios ha repartido entre el poder eclesiástico y el poder civil el cuidado de procurar el bien del género humano” (León XIII, “Inmortale Dei”). Esta dualidad de potestades “distintas, (pero) unidas en el único designio de Dios” (Apostolican actuasitatem, nº 5), si, por una parte, como apunta el Padre Monsegú (“Religión y Política”, Madrid, 1974, pág. 104), no contradice el sentido unitario de la “civitas cristiana”, tampoco impide el planteamiento lógico y subsiguiente de la postura del Estado ante la religión como realidad intrínseca o extrínseca, es decir, de los dos grandes problemas a que antes se aludieron: el de la incidencia en el Estado del valor religioso, en cuanto a compromiso interno de la comunidad política, y el de las relaciones entre el Estado y la comunidad eclesial.


I. INCIDENCIA EN EL ESTADO DEL VALOR RELIGIOSO

Cuando se habla de unión o separación de la Iglesia y del Estado, se suele enfocar indebidamente el problema, al confundirlo con el de las relaciones entre ambas potestades. La realidad es que cuando se habla de unión o de separación se hace referencia, en forma equivoca sin duda, a la incidencia en el Estado del valor religioso, con independencia del tipo de relación que puedan o no mantenerse con las comunidades eclesiales. En este sentido aclaratorio Pío XII declaraba, al dirigirse al X congreso Internacional de Ciencias Históricas, en 1955, que “unión consiste en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia por parte del Estado y de los derechos del Estado por parte de la Iglesia”.

Bajo los términos de esta unión o separación lo que se encara “prima faciae” es el talante y la actitud del Estado, no con respecto a la Iglesia o las Iglesias, sino con respecto a la religión.

Así vistas las cosas, el Estado puede ser:

1) Confesional,
Porque profesa una religión determinada, que puede llamarse religión oficial;

2) Neutro,
Porque sin ignorar ni despreciar la religión, carece de religión oficial.

3) Laico,
Porque es agnóstico e indiferente ante la religión en cualquiera de sus manifestaciones;

4) Ateo,
Porque, estimando “de iure” o “de facto” que la religión es el opio del pueblo, pretende, con un comportamiento antiteo, desarraigar de las conciencias la fe de los ciudadanos.

La cuestión tiene para los españoles un vivo interés, pues se acaba de pasar, a través de la Reforma Política, y de la Constitución en que ésta se ha recogido, de un Estado Confesional a un Estado entre agnóstico y ateo, que desprecia el valor religioso del catolicismo, al legislar contra sus exigencias dogmáticas y morales, y tratar de arrancar, no solo la practica sino la vivencia religiosa y el “sensus fidei” del pueblo español.

Las consecuencias dramáticas del “cambio” se hacen más penosas por el hecho de que ha sido muy notable la contribución dada para que se produjera, por grupo de teólogos, y corrientes de opinión en el campo seglar, que con olvido de la doctrina revelada, del magisterio pontificio y de la realidad histórica de España, asimilaron las tesis del catolicismo progresista, o modernismo renovado, y de la famosa “nueva cristiandad”, de Maritain, facilitando sin escrúpulos la dolorosa realidad de un ordenamiento jurídico y de un clima social, en el que los valores religiosos son conculcados y objeto de mofa diaria.


¿Puede haber, a la altura de nuestro tiempo, un Estado confesional católico?

Esta es la pregunta clave que se debe formular. Porque propugnada primero la desconfesionalidad del Estado español desde algunos sectores influyentes de la Iglesia a que antes se ha aludido, fue precisamente una mayoría de diputados católicos, integrantes de partidos de inspiración cristiana, la que aprobó el texto constitucional de 31 de Octubre de 1978. El transito y el contraste se ponen de relieve con la simple lectura de la legislación anterior, del punto II de los Principios Nacionales, del art. 6 punto 1, del Fuero de los Españoles, y de la actual, del articulo 16.3 de la Constitución.

El primero dice: “La nación Española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación”.

El segundo reza así: “La profesión y practica de la Religión católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial”.

El tercero está redactado en los siguientes términos: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal, los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”.

La confesionalidad del Estado es un anacronismo, aseguraba el reciente fallecido Karl Rahner (“Informaciones”, 4 de Abril de 1974). Incluso en naciones de mayoría católica, el Estado confesional debe descartarse, como decía Maritain, porque introduce en la comunidad un motivo de división que lesiona gravemente el logro del bien común. La religión oficial -entienden ciertos teólogos-, se contrapone, por una parte, a la libertad de conciencia, y por otra, está reñida con el hecho real del pluralismo religioso.

Para tener ideas claras conviene averiguar dos cosas. La primera, si la cuestión se contempla en términos teocéntricos o antropocéntricos, desde Dios, y por lo tanto, desde la revelación y la ley natural, o desde el hombre y, por tanto, desde su conciencia y su libertad. La segunda, si esa misma cuestión se examina en tesis, es decir, sabiendo como las cosas deber ser, o tan sólo en hipótesis, es decir, no renunciando a la tesis como ideal por el que se lucha -si no ha sido alcanzado todavía-, sino como realidad que se acepta por razones de prudencia política.


I. Posición teocéntrica y de tesis.

En tales términos, y examinando la cuestión desde el plano teocéntrico -“hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”-, y en calidad de tesis, no hay la menor duda de que la situación optima se produce en el Estado confesional católico, ya que ese Estado acoge en su plenitud la incidencia del valor religioso autentico.

La argumentación que avala la confesionalidad católica del Estado español, que es el que aquí y ahora interesa, tiene su apoyo en las siguientes razones: teológica, orgánica, sociológica, histórica, teleológica y pluralista.


Razón teológica:

La palabra Estado es ambivalente, ya que hace referencia, como señala el P. Victorino Rodríguez, tanto a la comunidad, o parte material, como a quienes ejercen autoridad en la misma, o parte formal. Pues bien; tanto la comunidad política como la autoridad tienen un origen divino mediato (ver “Gaudium et Spes”, nº 74).

Si el hombre, como ya dijimos, vive racionalmente en sociedad, ello se debe a que su sociabilidad viene por Naturaleza. Esta sociabilidad, “modus socialis essendi et agendi”, ha sido insertada en el hombre por su Dios y Creador, que al declarar bueno todo lo que hizo, la “bonificó” también (Génesis. 1, 31).

Por otro lado, si es natural al hombre vivir en sociedad, “es necesario que alguien rija la multitud, ya que, como señalaba Santo Tomás, existiendo muchos hombres y buscando cada uno aquello que le conviene, la multitud se disolvería si no hubiera quien se cuidase de su bien”. Esta consideración, concluye Santo Tomás, justifica tanto la frase de Salomón, en los Proverbios (11, 3): “donde no hay un gobernador, el pueblo se disipa”, como el texto acertado de la Constitución “Gaudium et Spes”, nº 74: “a fin de que por la pluralidad de pareceres no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija a todos al bien común”.

El origen divino del poder lo ratifica el Apóstol San Pablo al decir: “Non est potestas nisi a Deo” (Rom. 13, 1), y el propio Cristo cuando señala a Pilatos que la potestad de que hace gala, se le dio desde arriba (Juan 19, 11). De aquí que en pura doctrina católica, el gobernante no sólo representa al pueblo, sino que representa a Dios, del que es su ministro, y ministro responsable.

Por ello, el Dios hecho hombre dice que se le “ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18), Pablo proclama que Cristo tiene la primacía sobre todas las cosas (Col. 1, 18), y el Apocalipsis le reconoce “potestad sobre las naciones” (2, 26), es decir, tanto sobre las comunidades políticas como sobre quienes en ellas ejercen autoridad. Ambas, por lo tanto, comunidades políticas y autoridades -el Estado, en suma, en sus dos acepciones- deben ordenarse -por su “religatio”- con la primera causa, conforme a la voluntad del creador, reconociéndole, confesándole y cumpliendo sus deberes para con El. A tal fin, como exponía León XIII -concluyendo y resumiendo la doctrina- en “Libertas”: si “es necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera”.

Esta confesionalidad católica del Estado se hace visible por parte del mismo, como explica Guerra Campos: dando culto a Dios; reconociendo la presencia de Cristo en la Historia, así como la misión de la Iglesia instituida por Cristo, y favoreciendo la vida religiosa de los ciudadanos al inspirar la legislación y la acción de gobierno en la Ley de Dios, tal y como la Iglesia la propone.


Razón Orgánica

El Estado no es, como suele decirse, una pura abstracción, que como tal abstracción carece de conciencia: “El Estado, como señalaba Elijo y Garay, vive, y obra en y por los ciudadanos que lo integran” (“Introducción a la XIV Semana española de Teología”, 1955). El Estado es la forma en que los hombres que viven en sociedad se realizan temporalmente. El Estado no es por ello, según escribía Luis Sturzo, un “quiz tertium”, o una entidad subsistente por sí misma -”ens susbsitens”-, sino un pueblo políticamente organizado.

El Estado no es un instrumento de estricta gestión utilitaria, que se ordena tan solo a la comodidad material y al progreso social (León XIII, “Sapientiae Christianae”).

El Estado tampoco, por último, es un simple instrumento o artificio jurídico dedicado a la fabricación de leyes, con indiferencia moral ante su contenido, pues aunque así lo entiendan algunos que dogmatizan diciendo que “la verdad o falsedad religiosa no son categorías de orden jurídico y sólo éste incumbe al Estado”, las leyes han de fundamentarse en determinados criterios que orientan su normativa.

Sin tales criterios, el entramado legal pasa del “ordo rerum humanorum”, a confuso laberinto sin orden ni concierto. Para que la ordenación jurídica contribuya a la convivencia pacífica ha de obedecer a postulados éticos. El Estado, por ello, no puede identificarse y definirse como un Estado de obras, ni siquiera como un Estado de razón, fruto del laicismo y de la ignorancia o rechazo de la verdad divina revelada. Ni el Estado de razón, pues, que deifica a ésta, ni la razón de Estado, que Maquiavelo eleva, sin más compromisos, a guía suprema del poder político, pueden aceptarse.

Leopoldo Eulogio Palacios, en línea con el pensamiento de León XIII, para el cual “la política no puede quedar separada de la moral y de la religión” (“Sapientae Christianae”), el Estado se concibe como “una realidad moral, que debe moralizar y dar sentido a (los medios) que utiliza”. De aquí que al Estado “no se le puede valorar tan solo por sus resultados y por su éxito, sino por la bondad intrínseca y moral que proporciona a los súbditos de la nación”.

“Si el ejercicio, por consiguiente, de la autoridad política... debe realizarse siempre dentro de los limites del orden moral” (“Gaudium et Spes”, nº 74), el Estado es, sin duda, un sujeto moral, como sostenía Pío XII (radiomensaje de Navidad de 1941 y en 5 de Agosto de 1950).

Ahora bien; la moralidad se define a una ley superior al Estado mismo, y esa ley, superior a un organismo que se considera políticamente soberano, aun cuando sólo sea un “provisorium”, como dice Cullman (“El Estado en el Nuevo Testamento”, Madrid, 1966, pág. 84), no puede ser otra que la ley divina explícita o implícitamente manifestada. Por ello, el Estado, como superestructura de la comunidad civil, creada por Dios -como se decía al amparo de razones teológicas- y como institución moral -como se dice ahora, al amparo de la razón orgánica-, debe profesar la religión que Dios ha revelado, y en la que se proclaman los mandamientos a cuyo examen se dictamina la moralidad del comportamiento privado y público. El Estado de derecho del que tanto se habla, para serlo de veras, ha de ser un Estado de derecho natural, en el que se inspire el derecho positivo.


Razón sociológica:

El Estado ha de recoger el pálpito de la comunidad a la que sirve y está obligado, por su razón misma de ser, a dejarse traspasar e impregnar por los valores que en el tienen arraigo y vida. El desconocimiento , por tanto, de la catolicidad, practicada o no, pero operante en la sociedad española, y su tratamiento igualizante con otro tipo de concepciones religiosas de signo minoritario, lesiona gravemente la equidad, como lesiona, en pura democracia, que un partido en el gobierno renuncia a su ideología, a pesar del apoyo abrumadoramente mayoritario de las urnas, por respeto a las ideas de los grupos discrepantes. Si la inmensa mayoría del pueblo español es católica, un Estado al que informa la democracia, tendrá que ser, precisamente por razones democráticas, un Estado confesionalmente católico.


Razón Histórica:

Al hablar de la Nación como uno de los ejes del Sistema político, se deduce que el Estado ha de ponerse al servicio de aquélla. Ahora bien, si lo distintivo y vitalizante de una nación es el alma colectiva que se encarna en la tierra y en la gente, no cabe la menor duda que el Estado debe servir, preservando y perfeccionando el espíritu nacional, todo aquello que lo entraña y configura. Si esto es así, y el valor religioso católico está en la misma esencia del espíritu de la Nación española, hasta el punto de que Menéndez Pelayo, luego de examinar a fondo nuestra historia -lo que llama el “substratum historicum”-, hace del catolicismo el cimiento de nuestra unidad política, resultará evidente que el Estado Español, al servicio de la Nación Española, y para que ésta continúe manteniendo su identidad como sujeto histórico, ha de asumir la confesionalidad católica, inherente a su patrimonio nacional.


Razón Teleológica:

El Estado -lo hemos repetido tantas veces- busca institucionalmente el llamado bien común, el “totum bene vivere”. El bien común objeto finalista del Estado está por encima y no puede identificarse de manera absoluta con el bien particular de cada uno. El bien común tampoco coincide con el bien de la mayoría, pues como señala María Teresa Morán (ver “Los católicos y la acción política” Madrid, 1982, pág. 63), mientras el bien común supone la comprensión del orden natural, el bien de la mayoría tiene, en la propia voluntad de quienes la forman, su única legitimación. El bien común ha de concebirse sin compartimentos estancos, como un bien integral, que abarca lo inmanente y lo transcendente, lo natural y lo supranatural, lo material y lo espiritual.

Por tanto, si el hombre se halla en tránsito por la tierra, y es portador de unos valores eternos que sobrepasan su vida temporal, no cabe la menor duda que, aun cuando a la Iglesia corresponda la tarea de la salvación de las almas, al Estado incumbe, en orden al servicio del bien común, asumir el valor religioso, inspirar en el mismo su ordenamiento y contribuir a unas formas de convivencia colectiva que favorezcan el peso especifico de aquél en la comunidad política y la consecución de la felicidad eterna de los hombres que la forman.

En esta línea a de pensamiento, Pío XII, en “Summi pontificatus”, afirma que el bien común pretende “facilitar a la persona humana, en esta vida presente, el logro de la perfección física, intelectual y moral (ayudando) a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural”.

Con ello, el Estado ni hace religión , ni se convierte en un Estado sacristán, sino, como escribe Juan Mairena (“Estado y Religión”, Salamanca, 1968, pág. 117), hace simplemente, “justicia, en cuanto la religión es elemento del bien común y el bien común es el objeto de la política y, por ello, del Estado”.


Razón pluralista:

El Estado, como concepto universal, no destruye la existencia biológica de la diferenciación de cada Estado concreto, dada la Naturaleza de éste y las características de la nación a la que sirve.

El argumento de la sociedad pluralista que se esgrime como negación de la confesionalidad del Estado, debería, para ser congruente, respetar el pluralismo de los Estados en materia confesional, puesto que los Estados responden a tipos de sociedades de conformación diferente. Que un Estado, como el Español, sea de confesionalidad católica, es tan lícito, desde el plano dialéctico en que ahora nos encontramos, como que el Estado iraní lo sea de confesión islámica o el Estado norteamericano, sin desprecio y con aprecio del valor religioso, carezca de confesionalidad.

La no confesionalidad del Estado, resume Pío XI en “Dilectissima nobis”, es un “gravísimo error... especialmente en una nación que es católica en casi su totalidad... y una funesta consecuencia del laicismo (y) de la apostasía de la sociedad moderna, (dominada) por la impía y absurda pretensión de querer excluir de la vida publica a Dios, creador y providente gobernador de la misma”.

Tal es la solución que demanda, tanto la contemplación teocéntrica como el planteamiento en pura tesis de la incidencia del valor religioso en el Estado.

Conviene, para completar nuestro estudio, que nos acerquemos al otro planteamiento, es decir, al que se hace desde una posición antropocéntrica y de hipótesis y, por tanto, desde la libertad del hombre y la diversidad religiosa de muchas comunidades políticas de nuestro tiempo.


II. Posición antropocéntrica y de hipótesis:

Al amparo, sobre todo, de la Declaración “Dignitatis humanae”, del Concilio Vaticano II, se viene entendiendo por muchos que la doctrina tradicional católica sobre la confesionalidad del Estado fue abolida, y que hoy el magisterio oficial de la Iglesia se pronuncia a favor de los Estados neutros o laicos, y no por la confesionalidad de los mismos.

Para entenderlo así, se acude a la libertad religiosa como derecho fundamental de la persona humana y al principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos.

La argumentación es falsa y quiebra en sus dos apoyos, el de la libertad y el de la igualdad.

-Falla el apoyo en la libertad,

Porque una cosa es la llamada libertad religiosa y otra muy diferente la libertad moral. Diferenciándolas con nítida claridad, “Dignitatis Humanae” habla de los deberes morales del hombre para con la verdadera religión; religión que esta obligado en conciencia a buscar conocer y practicar. De lo que trata el Concilio, a través de la “Declaración” aludida, no es de sustituir esa obligación moral de conciencia, por una libertad moral, sino de la configuración de un derecho civil a la inmunidad de coacción en materia religiosa, de tal modo que por razón de la dignidad del hombre, éste, en función de su libertad, no sea constreñido por la comunidad política a practicar o no practicar una religión determinada. Este derecho civil y no moral, que incluye la inmunidad de coacción a la practica de un credo religioso, tiene, por una parte, como la “Declaración “ expone, los limites que demandan el bien común de la sociedad política y el orden publico protege, y por otra, no está reñida con la confesionalidad católica del Estado, ya que, conforme al texto conciliar:

A) continua vigente la doctrina tradicional (nº 1, pº 3 de la “Declaración “ ), y

B) es lógica esa confesionalidad en una Nación, cuando así lo exijan razones históricas, que son las “peculiares circunstancias de los pueblos” a las que alude la mencionada “Declaración” (nº 6, pº 3).

Pero es más. En un clima antropocéntrico y de exaltación hasta limites inimaginables de la libertad, ocurren dos cosas, a saber: que se hipertrofia y deforma el concepto mismo de la libertad y se construye el sistema político como un esquema encaminado exclusivamente a la protección y garantía de las libertades.

Pues bien; si es cierto que el Estado debe garantizar las libertades, lo es, igualmente, que con carácter primario se ordena al bien común, por lo que ha de exigir el respeto a los valores morales que son guía y limite de aquellas. Por otra parte, no puede olvidarse que toda construcción, incluso la política, requiere un cimiento sólido, de donde se deduce que sobre el cimiento de una concepción tergiversada y contorsionada de la libertad, nada puede edificarse que sea serio y permanente.

El hombre, decía Donoso Cortes, está dotado con la capacidad de elegir; y para elegir hace falta entendimiento, que nos presente lo que puede elegirse, y voluntad, para que la decisión electiva sea adoptada. En la medida en que más luminoso sea el entendimiento y mas fuerte la voluntad, la capacidad de elegir actuara más de acuerdo con la vocación perfectiva del hombre. Pues bien; cuando el hombre, en el ejercicio de su capacidad de elección, se decide por el bien y la verdad, en esa misma medida es libre. El clima de la libertad es la verdad y el bien. Por eso como dice San Agustín, el que ama a Dios, que es el Bien y la Verdad absoluta, amándole , puede hacer lo que quiera; y por eso, como dice el Apóstol San Juan (8, 32), la Verdad nos hace libres. Por el contrario, si el hombre, en el ejercicio de su capacidad electiva, se decide por el error o por el mal, lejos de ser libre, se encadena. La libertad se corrompe y se hace licencia. Llevar una vida licenciosa, en lenguaje vulgar, y por muy libre -con libertad sicológica- que haya sido la elección, conduce a ser esclavo -la antítesis de la libertad- de las propias pasiones. La libertad, lo hemos dicho durante el curso, no es un fin, sino un medio; y los medios jamás pueden transformarse en fines.

Para evitar confusiones, conviene distinguir, pues, entre la capacidad de elegir y la libertad. Aquella se ejercita eligiendo y ésta se adquiere eligiendo el bien y la verdad. Sólo el santo, que pone en juego su capacidad de elegir, negándose a sí mismo y optando por la Verdad con mayúscula, se libera y es auténticamente libre.

La libertad, ha escrito el Padre Meinvielle (“Concepción católica de la política”, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1947, pág. 29), como capacidad de elegir, “es una perfección especifica de la Naturaleza humana, pero no es la perfección. La perfección es la plenitud racional”, y al logro de esa plenitud se encamina el ordenamiento jurídico del Estado: con respeto para la capacidad de elegir, en cuanto medio, pero con respeto también, por los que eligen, de la ley natural, de los postulados morales y del bien común, que tiene categoría de fin.

En esta línea de pensamiento, algún autor* aludió a “aquellas épocas más profundas (en que) los Estados -ejecutores de misiones históricas- tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad”.

-Falla el apoyo en el principio de la igualdad,

La tesis antropocéntrica no sólo le falla en la apelación a la libertad, y en concreto a la libertad religiosa, sino también en la apelación al principio de igualdad, porque una cosa es la igualdad individualista, que supone una proclamación constitucional como la que rece: “todos los ciudadanos son iguales ante la ley, sin discriminación por sus ideas o practicas religiosas”, y otra muy distinta, la igualdad que se proyecta sobre los grupos o asociaciones, porque la razón y la justicia postulan que no sea igual el tratamiento jurídico que se hace de una colectividad dedicada a la filatelia, que la de un Banco o la de un Club deportivo o una Diputación provincial. En esta línea de pensamiento, la razón y la justicia demandan:

A) Que el catolicismo, como valor religioso, sea elevado en España al rango de confesión del Estado, y

B) que otros valores religiosos, vividos colectivamente, sin suponer discriminación para quienes los profesan, no lleven consigo un tratamiento preferencial para las respectivas comunidades.


Posición en Estados sin mayoría católica

Lo que sí es cierto -y así se termina el estudio del primero de los problemas planteados por la dualidad del poder, el político y el religioso, y la distinción entre ambas comunidades, la del Estado y la de la Iglesia- es que, dado el hecho real, en algunas naciones, de una división religiosa profunda de los ciudadanos, que se agrupan en colectividades perfiladas y diferenciadas en el curso de la historia, y en especial por lo que al mundo occidental se refiere, desde la Reforma de Lutero y la paz de Wetfalia, la hipótesis, aunque dolorosa, sin derogar la tesis, puede dejarla en suspenso.

En tal caso -y subráyese en evitación de desvíos-, no es la indiferencia ante el valor religioso autentico, ni el desprecio, ni el agnosticismo y relativismo teológico la argumentación que aconseja la no oficialidad del catolicismo, sino la prudencia política, que tiene en cuenta, aunque en sentido inverso, las razones de carácter sociológico, histórico, teológico y pluralista que antes expusimos.

Esta postura, fruto de la división religiosa operada en algunas naciones, no conlleva, a pesar de su dramática generalización, el abandono de las tesis, como objetivo, de igual manera que la generalización del pecado no exige que renunciemos a vivir en gracia. A la tesis de la “nueva cristiandad” y de un utópico y contradictorio Estado laico cristiano, que propugnan los católicos que pactaron con el liberalismo relativista, hay que oponer, por un lado, la necesaria discriminación entre la exigencia dogmática del hecho divino revelado y el dato histórico y sociológico del pluralismo confesional, y de otro, el párrafo antológico, cincelado con el valor de la buena doctrina, de Pío XI: “No se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado. La civilización cristiana no está por inventar, ni la nueva ciudad por construir... Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques, siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad: “omnia instaurare in Christo” (Carta sobre “Le Sillon”).





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